El regreso del más puro Quentin Tarantino ya es en sí mismo un motivo para celebrar. El director que saltó a una fama impensada con Pulp Fiction y deslumbró a todo el mundo con sus dos Kill Bill, sigue haciendo gala en su última película de una forma de narrar única en su género. Planteada en 5 capítulos, la historia retrata las aventuras de un grupo de judío-americanos cuyo único propósito es amasijar nazis de las formas más crueles posibles, para luego cortarles el cuero cabelludo (a lo apache) y marcarles, cual mensaje mafioso y/o advertencia, una cruz esvástica en la frente. El batallón es liderado por un Brad Pitt cercano a aquel gitano de Snatch o, al momento de hacerse conocido, a ese perverso bandido de Kalifornia, con un perfecto dominio de los tiempos y de su primitivísimo acento sureño. Pero él y sus hombres no van por gloria alguna, sólo quieren hacerse temer, matan por placer, como el policía de Tarantino en Perros de la calle, encarnado entonces por Michael Madsen.
Esta trama, tildada por muchos como irrespetuosa o burlesca, termina siendo una redención para las víctimas del holocausto. Tarantino acaba contando, desde el otro lado de lo bizarro (porque vaya si el nazismo fue bizarro) y a modo de venganza, lo que podría haber pasado y lo genial que hubiese sido si pasaba. La apuesta, sin dudas, es fuerte y audaz y quizás no del todo apta para papistas, pero el resultado, visto desde el humor negro, puede terminar siendo fascinante.
Desde el inicio mismo de la cinta, el director no esconde su intención de llenarnos las orejas de sus típicos y reiterados diálogos hilarantes, y la vista con imágenes grotescas y macabras. La música, de Ennio Morricone a David Bowie, como siempre acompaña a la perfección, y los distintos homenajes y guiños a distintos géneros y películas clásicas se repiten en otro sello inconfundible de Tarantino. Pero tal vez lo que más gratamente sorprende es que en todo momento los protagonistas hablan en el idioma en que deberían hablar (los alemanes en alemán, los italianos en italiano, los franceses en francés) y no en inglés con acentos inventados, algo tan egocéntricamente hollywoodense.
Un párrafo aparte merece el hallazgo de Christoph Waltz, un actor enorme que en el film le pone la piel al Coronel Landa, un malo por principios, de los mejores que se han visto últimamente, que además se da el lujo de hablar en cuatro idiomas casi a la perfección. Se roba la película, así de simple. No por nada Waltz, de origen austríaco, se llevó el premio al mejor actor en el último Festival de Cannes.
El desenlace final, explosivo, operístico, termina de coronar la audacia de un director que para algunos puede haberse internado en una delicada página de la historia con una incorrección política inédita y surrealista, pero a quien no puede negársele un talento y una valentía inmensos. Un loco de los que merecen la pena.